Ocurrió en Tokio. Eran tiempos insaciables, en los que la curiosidad me devoraba. Y supe del Centro Nacional de Detección de Terremotos de Japón, el más preciso y complejo del mundo. No pude resistir la tentación. Y acudí a visitarlo.
Me recibió el profesor Nagamune, amabilísimo y humilde, como corresponde a un buen científico. Y fue mostrándome lo último en prevención de seismos…
Allí observé la fibra óptica, haciendo de “mensajero” y jugando al escondite con el “ojo estratosférico” de los satélites.
Allí me presentaron a la madre computadora – ¿de sexta generación?- preparando un “sofrito” verde fósforo con millones de “bits”.
Allí asistí a la “consulta” del padre láser – “tarotista” de seísmos -, echando las cartas a las 1.042 islas del gran Japón.
Allí contemplé la incansable “estilográfica” de los sismógrafos, levantando acta, como notarios de alambre, de la respiración de la Tierra.
Horas después, borracho de ciencia, abandonaba el lugar. Nagamune me acompañó hasta la salida. Y casi a las puertas, en la penúltima sala, “algo” me retuvo: en la estancia, casi de juguete, no centelleaban las máquinas. Asombrosa excepción.
Un científico, sentado tras una modesta mesa de madera, vigilaba las paredes. Precisemos: vigilaba a los “inquilinos” que colgaban de los muros.
─ ¿Y esto? – pregunté desconcertado.
Nagamune, al estilo de los monjes del Nepal, sonrió conmovido. Y replicó, justificando a los “inquilinos”:
─ Son los primeros en enterarse.
En una treintena de jaulas cantaba, saltaba y dormitaba una cuadrilla de jilgueros, ruiseñores, churrucas, canarios, chorlitos anillados, petirrojos y otras aves que no supe reconocer.
─ Son los primeros en detectar los terremotos…
Y tras una estudiada pausa, el profesor hundió la frase hasta la empuñadura:
─ …Son un “toque” de humanidad.
Profesor Nagamune, en el Centro Nacional de Detección de Terremotos, en Tokio (Foto: J.J. Benítez )