En la imagen destacada: Carlos Larrieu (Foto: Blanca).
Carlos Larrieu Ordoñez es médico, doctor en antropología e historia y licenciado en psicología. A finales de los años ochenta, la empresa para la que trabajaba le envió a Belice, con el fin de llevar a cabo estudios antropológicos sobre las mujeres arawaks. Esto fue lo que me contó:
“En San Pedro conocí a una familia, descendiente de los arawaks, e hice buena amistad con ellos. Disponían de una pescadería y la surtían con la pesca que capturaban en las aguas cercanas. Los acompañé en diferentes ocasiones.
Una tarde del mes de febrero sentí la necesidad de salir a navegar. Quería dar una vuelta por el sur del Cayo Ambergris. Y salí de San Pedro en la pequeña zodiac de la familia. No dije hacia dónde me dirigía. La zodiac tenía un motor de cinco caballos y un depósito externo de gasolina. Me hallaba tan absorto en mis pensamientos que no tuve la precaución de revisar el nivel del tanque. Y navegué hasta diez islas de coral, ubicadas a siete millas náuticas. Allí no vive nadie. Sólo hay cocoteros y alguna que otra “palapa”, chozas en las que los pescadores suelen guardar sus aperos.
En un momento determinado decidí regresar a San Pedro, pero el motor empezó a fallar. Me había quedado sin gasolina.
-MUERTE SEGURA-
Comprendí que mi situación era alarmante. No disponía de radio, ni de ningún otro sistema de comunicación, el viento era fuerte y me arrastraba mar adentro. No disponía de agua y tampoco de comida.
Comprendí que podía morir…
Y me dejé arrastrar.
Caí en un profundo sueño y soñé cómo una ola gigante me tragaba y un pez que no supe definir en el sueño me sacaba a flote.
Desperté sobresaltado. Amanecía. La mar se hallaba en calma. Y pensé en mis amigos, los dueños de la zodiac. Quizá, al comprobar que no regresaba, se hubieran hecho a la mar, en mi búsqueda. Pero sólo era una suposición. Además, ¿en qué dirección debían buscarme?
El viento del oeste arreció y también mi temor. Me hallaba impotente. No podía hacer nada, salvo rezar. Y en eso vi aparecer una familia de delfines, tan comunes en aquellas aguas. Saltaban alrededor de la embarcación y emitían silbidos, como si comprendieran mi angustiosa situación. Estaba tan desesperado que me puse a hablar con ellos y les grité:
– ¡Por favor, id a San Pedro y traer ayuda!
No tuve que repetirlo. Al instante desparecieron.
Y así pasaron las horas. Creí que iba a morir.
Pero, a eso de las doce del mediodía, oí un susurro. Era un motor. ¡Dios santo! ¡Un motor!
Me puse en pie en la zodiac e hice señales, al tiempo que gritaba.
Lo primero que acerté a ver fue un delfín. Dio un gran salto y, detrás, apareció la familia, saltando también de forma desordenada. Reconocí a uno de ellos, por su aleta dorsal de color negro. Finalmente se presentó una barca, con mis amigos. Eran Joan y su esposa, Lastenia.
Nos abrazamos.
Y, sin preguntar, el buen hombre comentó:
– Dale las gracias a los delfines. Ellos te han salvado. Ellos llegaron al embarcadero y me hicieron comprender con sus saltos y con los continuos golpes de sus cabezas en el agua. No lo pensé. Arranqué el motor y los seguí. Ellos me han traído hasta aquí.”
Durante tres meses, Carlos siguió viendo a los delfines que le salvaron la vida. Se bañaba con ellos en el embarcadero de San Pedro.
Ellos sabían…