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Las momias de Chile

En la imagen destacada: Hace 8.000 años se practicaba la momificación, lo que significa que ese pueblo creía en el más allá.

En Arica, al norte de Chile, han sido descubiertas las momias más antiguas del mundo: algunas tienen hasta 8.000 años y provocan muchas preguntas.

¿Momias más antiguas que las egipcias? ¿En Chile?

Tuve que viajar hasta los laboratorios de antropología y arqueología de la Universidad de Tarapacá, en la ciudad norteña de Arica, para comprobar que las informaciones eran correctas.

En los últimos años, en los inmensos arenales que rodean la capital e, incluso, en el casco urbano de la misma, han sido localizadas más de trescientas. Lamentablemente, sólo unas decenas han llegado a manos de los especialistas. Pero la muestra fue más que suficiente para que el equipo que dirige el profesor Iván Muñoz pudiera analizarla y extraer sabrosas conclusiones.

Los restos humanos momificados -pertenecientes a hombres, mujeres y niños- fueron rápidamente fechados, arrojando una antigüedad que oscila entre los 6.000 y los 2.000 años antes de Cristo. Es decir, en algunos casos, muy anteriores a las egipcias. En Egipto, las momias más antiguas rondan los 5.000 años. Pero lo que dejó perplejos a los científicos chilenos y norteamericanos que se interesaron por el hallazgo fue la singular técnica de momificación utilizada por aquel remoto y, teóricamente, primitivo pueblo. Un procedimiento que poco o nada tiene que ver con los sistemas del antiguo Egipto.

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Los cadáveres de las momias eran recubiertos previamente por una lámina de manganeso.

Primer paso. El primer paso consistía en la extracción de las vísceras, la musculatura gruesa y la piel del cadáver que, a continuación, era sometida a un cuidadoso proceso de secado. Y otro tanto se hacía con las cavidades del cuerpo, calentándolas y resecándolas a base de cenizas calientes y brasas. Acto seguido, a fin de proporcionar al difunto una mayor rigidez, las extremidades superiores e inferiores eran perforadas por sendos maderos y la totalidad del cuerpo se amarraba con el concurso de fibras vegetales.

La segunda fase de la momificación consistía en un meticuloso remodelado del individuo. Para ello, las oquedades craneales, torácicas y pélvico-abdominales se rellenaban de arcilla, pieles de auquénidos, cenizas, plumas o restos vegetales. E inmediatamente se le devolvía la piel, ajustándola a los miembros con notable precisión. Y los sacerdotes de esta desconocida Casa de la Muerte americana procedían a modelar el rostro y los genitales y a colocar sobre el cráneo la correspondiente peluca.

Por último, la momificación consistía en la reconstrucción de los rasgos faciales del personaje, cuyos ojos, nariz y boca eran simulados mediante cuidadosas incisiones. A la vista de semejantes conocimientos, uno se pregunta: ¿cómo es posible que este grupo humano -asociado por los arqueólogos al complejo cultural de Chinchorro- integrado por primitivos pescadores y recolectores de frutos que, incluso, ignoraba la utilización de la cerámica, pudiera estar en posesión de unas técnicas artificiales de momificación únicas en el mundo? ¿Casualidad, como pretende la arqueología? Hace mucho tiempo que no creo en el azar. ¿Ciencia infusa?

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Vista aérea de la costa de Arica, en el norte de Chile.

Para los antropólogos no hay respuesta, de momento. Sencillamente, «no saben». El problema, además, entraña otro no menos oscuro enigma: si aquellos hombres de hace 6.000 u 8.000 años practicaban la momificación era porque sabían o creían en la existencia de la vida después de la muerte. Y estaban tan seguros de ello que no dudaban en preparar a los difuntos para el más allá. La cuestión es: ¿cómo podían saber de algo tan abstracto? ¿Qué o quién les proporcionó la seguridad en esa segunda vida?

Es evidente que un concepto de tan difícil demostración y las referidas técnicas de conservación de los cuerpos no surgen de la nada. «Alguien», en mi opinión, tuvo que enseñarles. Y fue el mismo que introdujo la idea en otros puntos de la Tierra… ­

Fotos: Iván Benítez.
TIEMPO DE HOY (2004).

J.J. Benítez

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