Detalle de la piedra grabada regalada a S. M. la reina de España en 1980.
No recuerdo bien cuándo ocurrió, pero ocurrió. Ella, la reina de España, S. M. doña Sofía, se interesó vivamente por las piedras grabadas de Ica (Perú). El misterio de las mismas la fascinó. Yo había escrito un libro titulado “Existió otra humanidad” y la reina preguntó: ¿Podría contemplar una de esas enigmáticas piedras?.
Recuerdo que telefoneé al doctor Javier Cabrera Darquea, el peruano que había logrado reunir más de 11.000 piedras grabadas, y le pregunté.
El doctor Javier Cabrera, en el desierto de Ocucaje.
No sólo contemplarlas – me dijo -. Yo le regalaré una de las más hermosas.
Dicho y hecho, pero alguien debería transportarla. Alguien debería ir a la ciudad de Ica y hacerse cargo de la piedra grabada.
Yo tampoco lo pensé dos veces.
El 11 de mayo de 1980, coincidiendo con un viaje a. Ecuador, opté por saltar al vecino Perú y buscar la “piedra de la reina”. Volé de Quito a Lima, en solitario, y me dispuse a cumplir los deseos de doña Sofía. Todo parecía en orden y relativamente fácil. Disponía de los permisos oficiales y de una alta dosis de entusiasmo. Y allí mismo, en el aeropuerto, alquilé una camioneta, una «pik-up», con la que podría transportar la piedra. Javier Cabrera me había adelantado que la piedra «era hermosa». Jaime Rodríguez Alegre, supervisor de Iberia, me acompañó en la contratación de la «Dodge». Me trasladé al hotel Sheraton, en Lima, y allí me entregaron el vehículo. Lino Bolaños Baldassari fue el chófer y compañero en la aventura que estaba a punto de comenzar…
Y hacia las cuatro de la tarde partimos de Lima hacia Ica, al sur. Disponía del tiempo justo para cargar la piedra, dormir algo, y retornar al aeropuerto limeño. Mi vuelo a Quito despegaba en la mañana del día siguiente. La piedra, según lo acordado, volaría directamente a Madrid.
Se trataba de darle una sorpresa a la reina…
Cuatro horas después alcanzamos Ica y la plaza de Armas. Allí nos esperaba el impaciente y no menos entusiasmado Cabrera. Lino hizo recular la camioneta hasta el patio del museo y el doctor nos mostró la piedra elegida. Yo quedé mudo. La piedra grabada pesaba alrededor de dos mil kilos…
Fueron necesarios ocho hombres, y dos horas, para levantar la mole y ubicarla en la caja de la camioneta, sobre una rueda de camión. Creí que no lo conseguiríamos.
Cenamos y conversamos. Javier Cabrera me entregó una carta personal para la reina. Yo me sentía abrumado. ¿Cómo trasladaríamos aquellas dos toneladas hasta España? La camioneta no parecía preparada; respecto al transporte por avión, tampoco lo tenía claro.
Como era previsible, la cena se dilató. No fue posible dormir. A las tres de la madrugada, Lino y yo montamos en la » Dodge » e iniciamos el viaje de regreso a Lima. La piedra fue cubierta con un plástico. Si todo iba bien, en cuatro o cinco horas estaríamos de vuelta. No podía descuidarme. El vuelo a Quito estaba programado para las 10.30 horas. Pero el hombre propone y Dios dispone….
Antes de abandonar Ica, Lino repostó gasolina. Y surgió el primer problema: con las prisas, no había tenido tiempo de cambiar los dólares.
Para colmo, el billete más pequeño era de veinte dólares. El responsable del “grifo” se negó a aceptar dicho billete. Podía ser falso, dijo. Discutimos. Suplicamos. El billete de veinte dólares era bueno. Inútil. El «cholo” me recomendó que acudiera a un banco. ¿A un banco? ¿A las tres de la madrugada? Y en plena discusión se presentó una pareja de la guardia civil peruana. Fue providencial. Uno de los agentes era amigo de Juanito Chávez, el fotógrafo de la revista española “Hola”. Ahí terminó la polémica. ¡Bendito Chávez!. El guarda de la gasolinera acudió a un banco, regresó con alguien de seguridad, y examinó el billete. Todo en orden. El billete era legal.
Y a las cuatro, y media de la madrugada, desesperados, partimos, al fin, de Ica. Casi no disponía de tiempo. ¿Cómo podía ultimar los trámites para el embarque de la piedra? Y, como siempre, me encomendé a los cielos…
A los pocos kilómetros, debido al peso, la camioneta empezó a calentarse. El vehículo, además, oscilaba peligrosamente. La caja se tambaleaba. Lino me miró con preocupación. Aquella situación era peligrosa. La carga era excesiva. ¿Llegaríamos a Lima?
Y, por si faltaba algo, una espesa niebla se nos echó encima. Imposible circular a más de 20 kilómetros por hora. Miré el reloj. Si llegaba sería un milagro.
A cien kilómetros de Lima, la niebla desapareció. Fue entonces cuando alguien nos hizo señales para que nos detuviéramos. Era un guardia civil. Solicitó que lo lleváramos a la capital. Me eché a temblar. Estos agentes inspeccionaban los vehículos que circulaban por la carretera panamericana, con el fin de descubrir drogas, piezas arqueológicas robadas, etc. No era el caso, puesto que disponíamos de los permisos oficiales, pero nunca se sabe. Debido a la premura del tiempo, y al volumen de la pieza, la “piedra de la reina”, no había sido embalada convenientemente. Eso lo haría en el aeropuerto. Y, como digo, me eché a temblar.
El cabo Esteban Moscoso resultó un hombre afable y muy curioso. A cada poco volvía la cabeza y miraba por el cristal de la cabina hacia la caja de la camioneta. Y supongo que se preguntaba por la naturaleza del enorme bulto que aparecía cubierto por el plástico. Pero, prudente, no hizo comentario alguno, de momento.
Y el vehículo continuó calentándose, obligando a Lino a detenerse y a «refrigerar » el motor como Dios le daba a entender. Las paradas fueron interminables.
Y apareció el viento. El vaivén de la «Dodge», se incrementó y yo, sinceramente, me puse a rezar. El plástico, entonces, empezó a agitarse. Fue como un aviso.
– ¿No creen que deberían asegurar ese plástico? – insinuó el cabo, con razón.
Nadie replicó.
Y en uno de los balanceos, el plástico se despegó de la piedra y se perdió en la carretera. El guardia civil contempló la piedra, perplejo, y yo me adelanté, relatándole la verdad. Fueron segundos de tensión. Me vi en la comisaría más próxima…
Pero el cabo optó por no hacer preguntas. Aceptó mi palabra. Conocía al doctor Cabrera y también las enigmáticas piedras grabadas. Respiré, aliviado.
Poco después, hacia las nueve de la mañana, en un lugar denominado Puente Villas, a cosa de cuarenta kilómetros de Lima, la camioneta se desplomó. El motor salió ardiendo, y tuvimos que olvidarnos de la voluntariosa «pik-up». Fin del viaje.
Curioso Destino. Fue el cabo de la guardia civil peruana, junto a Lino, quien permaneció al cuidado de la «Dodge» y de la «piedra de la reina», en plena carretera mientras yo detenía a un automóvil y me dirigía al aeropuerto.
Y los cielos me protegieron: una grúa se ocupó finalmente del traslado de la piedra. Luis Soto Velasco, gerente de lberia para el Perú, y el resto del personal del aeropuerto, hicieron el milagro, y la piedra de doña Sofía pudo volar a Madrid. Allí fue entregada a la reina, en nombre de mi buen amigo Javier Cabrera Darquea.
Mi vuelo sufrió un extraño y providencial retraso, y yo pude regresar a Quito.
Misterioso ser de una civilización desconocida.
Detalle de la piedra de la reina.
El joven Lino, contemplando la enorme piedra. La camioneta se descompuso a cuarenta kilómetros de Lima.
Por fin en Madrid. lberia hizo el milagro.
Para el transporte al palacio de La Zarzuela se necesitó una grúa.
Nadie podía dar crédito a lo que veía. ¿De dónde había salido?
Doña Sofía contempla la piedra por primera vez.
Una placa conmemorativa con los nombres de los periodistas que acudieron aquel día a La Zarzuela recuerda la entrega de la piedra grabada de Ica.
El grupo de periodistas en La Zarzuela.
La reina selecciona el lugar adecuado. Poco después, la piedra grabada sería colocada en el interior del palacio.
(Fotos: Gianni Ferrari y J.J. Benítez).