Nadie me lo advirtió: Dios también habita en el fondo del mar.
Y descendí a veinte metros.
Era cierto. Allí, ÉI es silencio. Allí, ÉI va y viene, siempre azul. Y me tocó en el hombro, sonriendo, desde los ojos muy abiertos de un pez limón. Aleteó a mi alrededor, curioso. Y se alejó, feliz, diciendo “sí” con la cola. Entonces, de rodillas en el fondo arenoso, le di las gracias:
– Gracias, Padre, por imaginar.
– Gracias por hacer un alto en tu santidad,
e imaginarme.
– Gracias por darme tu apellido – hijo de Dios
y permitirme soñar.
– Gracias por detener tu tren en el apeadero del tiempo.
– Gracias por descender a la imperfección,
Y redondearla.
– Gracias por desviar la mirada hacia lo más pequeño.
– Gracias por echar a rodar la duda.
– Gracias por pilotar el alma con silenciador.
– Gracias por la gasolina del AMOR.
– Gracias por estar al final y,
no obstante,
no ser el final…