Jorge Herrero, jefe de fotografía del equipo de televisión que rodó la toma de la ayahuasca, junto a Juanjo Benítez, poco antes de la experiencia.
El poder de la mente…
¿Cómo olvidar aquel martes, 28 de noviembre de 1989? Pocas veces he sentido tan cercana – tan mía – lo que, en un alarde, podría definir como la posesión de la verdad. Aquel 28 de noviembre, en Brasil, una parte de mí mismo – puede que la más noble – vivió una singular experiencia: el desafío de la ayahuasca o “soga del muerto”.
Por aquellas fechas, según consta en uno de mis cuadernos de campo, nada más aterrizar en Río, de Janeiro, mi compañero de venturas desventuras, el doctor Jiménez del Oso, me lanzó: una malévola insinuación: en el caso de trabar contacto con los míticos ayahuascaros de la selva amazónica, ¿estaría dispuesto a compartir con él la toma de este poderoso alucinógeno?
Y dudé. Según mi buen saber y entender, la ayahuasca – como el hongo mazateco, el peyote, etc. – no era otra cosa que un bebedizo con notables propiedades alucinógenas, utilizado desde tiempo inmemorial por las tribus de la cuenca amazónica y, por lo general, con una intencionalidad mística o religiosa. Algo así como un “billete de ida” al inaccesible universo de lo invisible, de lo divino y de lo mágico por excelencia. Y digo yo que fue mi natural repugnancia por las drogas lo que siempre me mantuvo a años-luz de tan oscuros paisajes y paisanajes. Yo sabía del poder de la mente. Los cursos de control mental pusieron en mis manos una espléndida “caja de herramientas” con la que ejercitarla y hacerla volar más allá de las normales y conocidas fronteras de lo cotidiano. Y ahí, justamente, surgió el reto. Como tantos avanzados del espíritu, servidor también había practicado el noble ejercicio de “proyectar” la mente, “elevándose” sobre la materia y “explorando” los mundos interiores y exteriores. Pero, a pesar de los muchos y espectaculares resultados, este tipo de ejercicios mentales ofrece unas dudas razonables. ¿En verdad el ser humano puede » volar «‘, con la sola ayuda del cerebro y visitar, físicamente, los más lejanos parajes?. ¿Cómo conjugar la lógica con esas “transportaciones” mentales, capaces de llevarlo a uno al domicilio de un amigo o de un desconocido, y lo que resulta más asombroso, “hacerle ver la distribución del mobiliario o la decoración de las paredes”?
Pepe Nogueira, jefe de sonido, en el centro.
¿Es que la mente humana disfruta de la mágica capacidad de visualizar a una persona desconocida, con la sola invocación de su nombre y apellidos y lugar de residencia?. Estos y otros ejercicios, a cual más fascinante, habían sido practicados, como digo, por quien esto escribe. Y las sucesivas y pertinentes comprobaciones posteriores fueron confirmando la bondad de tales “ejercicios”. Pero la duda seguía en pie. Y surgió la oportunidad de probar la ayahuasca.
Si mis informaciones eran correctas, este brebaje actuaba sobre el cerebro, provocando, entre otros fenómenos de naturaleza alucinatoria, uno muy concreto que llamó mi atención y que, en definitiva, me inclinó a aceptar la prueba. La ayahuasca – una liana de la especie “Banisteria coapi”, de la familia de las “malpigiáceas”- contiene un alcaloide denominado “banisterina”, que, amén de su poder como anestésico, local, tiene la facultad de excitar el sistema nervioso central. Uno de sus principios activos fue bautizado, con el sugerente nombre de “telepatina”, en virtud de sus efectos en el campo de la clarividencia y de la telepatía. Pues bien, éste fue mi objetivo: tratar de verificar -por una vía química que trabajase directamente sobre el cerebro- lo que sabía y había practicado por los caminos naturales ( ”Proyección” de la mente mediante las técnicas de control mental).
EL DAIME
Y tras un análisis de los pros y contras, acepté el desafío. A pesar de la escasa información disponible en aquellos momentos en torno a lo ingredientes que conformaban la poderosa sustancia y que, en buena ley, hacen peligrosa su ingestión, confié en mi buena estrella. Estábamos ante la magnífica y, quizá, irrepetible posibilidad de desplegar toda una aventura científica. Nuestra intención, además era filmar el proceso paso a paso. Nunca, que nosotros supiéramos, una televisión española había tenido acceso a tan secreto ritual (La razón de mi presencia en América durante el otoño y el invierno de 1989 obedecía a la realización de una serie de programas, dirigidos por Jiménez del Oso y que recibieron el título genérico de “En busca del misterio”).
Y dicho y hecho. Durante varias jornadas me entregué a la casi policíaca labor de intentar conectar con los ayahuasqueros. Aunque la toma de este brebaje se halla bastante generalizada en el Amazonas, el proceso de conexión con tan crípticos grupos no siempre resulta sencillo. Pero los contactos fructificaron. Y un buen día me vi sentado frente a Paolo Silva, jefe de una especie de comunidad que recibía el nombre de “Cielo del mar” y que habían hecho de la ayahuasca una especie de “eucaristía” y el eje de sus vidas. Silva e Souza llevaba catorce años tomando regularmente la “soga del muerto” o “santo daime”, como denominan también a la ayahuasca en dicho grupo. Se trataba de una comunidad integrada por trescientas personas de los más dispares orígenes sociales y profesionales, que habían establecido su cuartel general en la selva, no lejos de Río. Esta secta recibía los ingredientes básicos para la confección del brebaje desde la mismísima Amazonía, en la reserva de Mapiá. Finalmente, convencidos de la rectitud de nuestras intenciones, aceptaron la singular propuesta: Fernando Jiménez del Oso y yo tomaríamos el “daime”, o “planta del conocimiento”, en una ceremonia especial exclusivamente preparada para aquellos dos inquietos y osados aventureros de lo insólito. Dadas las características de la ayahuasca -uno de los más agresivos alucinógenos conocidos-, el citado líder dirigiría personalmente el ritual y la parafernalia que acompañan siempre este tipo de ceremonias. Él conocía las dosis que debíamos ingerir, los tiempos que obligadamente tenían que transcurrir entre una y otra toma y los cánticos y rezos que – según la más pura, tradición ayahuasquera – tenían la misión de “conducir” al “receptor” por los invisibles caminos del más allá.
LA TOMA DE LA AYAHUASCA
Y aceptamos, naturalmente. Tanto mi compañero, Jiménez del Oso, como yo nos sentimos felices y emocionados. La verdad es que, en nuestra inconsciencia, no sabíamos muy bien dónde estábamos a punto de penetrar. Obviamos, por supuesto, las consignas más o menos doctrinarias de la secta, limitándonos, eso sí, a respetar los consejos de carácter práctico que nos fueron impartidos por el líder y que podían beneficiar nuestro estado físico, de cara a la ingestión de la intrigante sustancia. A saber: nada de alcohol y un espartano ayuno, al menos a lo largo de las veinticuatro o cuarenta y ocho horas precedentes al gran momento. Y ese esperado encuentro con lo desconocido llegó el martes, 28 de noviembre.
Hacia las tres de la tarde (hora local de Río), el equipo de filmación fue a instalarse al fin en la “iglesia” de madera que preside la frondosa selva, propiedad de la hermandad del “santo daime”. El cielo, negro y bochornoso, amenazaba tormenta. Y así fue. A las cinco y media, una torrencial cortina de agua nos obligó a refugiarnos en el espacioso lugar de reunión de la secta: una rústica y cuidada cabaña rectangular que, como digo, hacía las veces de “templo”. En el centro había sido dispuesta una mesa, primorosamente vestida con inmaculados manteles y sobre la que descansaba una gran cruz de doble brazo, flores silvestres, estampas católicas, un retrato del “Padrino Sebastián“ (un anciano maestro espiritual del grupo), agua en abundancia y un alto y campanudo recipiente de blanca cerámica, provisto en su cuello inferior de un grifo y que asocié con el depósito que podía contener la ayahuasca. Y enfrentados a los dos largos costados del insólito “altar”, unos bancos y sillas en los que, presumiblemente, deberían sentarse los miembros designados por la hermandad para acompañarnos y dirigirnos en el singular “viaje”. Como creo haber mencionado, esta “escolta” por parte de los ya iniciados era obligada para aquellos que, como nosotros, se enfrentaban a la “soga del muerto” por primera vez. Al parecer, según los entendidos, los efectos del brebaje son tan violentos e incontrolados que el lego debe ser guiado, aconsejado y tranquilizado por la voz de un experto. Esta circunstancia, lejos de serenar nuestro ánimo, nos movió hacia la desconfianza. Tanto Jiménez del Oso como yo teníamos nuestros propios planes y objetivos y no deseábamos interferencias de ningún tipo. Pero lo pactado era lo pactado y, de momento, dejamos hacer a nuestros anfitriones.
Fernando Jiménez del Oso, en pleno rodaje de la serie.
A las siete, todo se hallaba dispuesto. Las dos cámaras de cine, en sendas y estratégicas posiciones, bajo el control de Jorge Herrero, Pepe Villalba y Ángel Yebra. El sonido en las manos de Pepe Nogueira y la vigilancia del complejo entramado de cables, luces y material técnico, al cuidado de Adolfo Cristóbal. Y en la sombra, dirigiendo la filmación, Carlos Puerto. Todos estos excelentes profesionales, amén de ocuparse de la grabación de tan loca peripecia, se convertirían en testigos de excepción de cuanto estoy relatando. Ellos asistieron al “viaje” desde fuera y nosotros, desde dentro.
La toma de la ayahuasca fue prevista para las ocho de la noche. Y una hora antes, respetuosos con el ritual, el doctor y yo nos retiramos a una oscura y pequeña estancia, contigua a la “iglesia” en la que aguardaban nuestros cada vez más inquietos compañeros, así como la treintena de hombres y mujeres del “santo daime” seleccionada para la ceremonia. Era curioso: entre estos últimos se respiraba un aire de fiesta. La ingestión del “sagrado licor” constituía siempre un respetuoso motivo de regocijo. Y era recibido como un don del cielo, como una santa conexión con la divinidad, como la suprema gracia y la posibilidad de ver, sentir y dialogar con las jerarquías del más allá.
Paolo Silva, en su condición de “maestro ayahuasquero”, nos recomendó sosiego y descanso. En mi caso lo que en verdad necesitaba era acción: degustar de una vez aquella pócima y verificar por mi mismo sus efectos. Y tras descalzarnos y acomodarnos sobre las mugrientas colchonetas que alfombraban el cuartucho, cada uno se sumió en sus propios pensamientos. Por mi parte traté de revisar el plan concebido para dicha ocasión. En los minuciosos interrogatorios a que había sometido a la gente del “santo daime”, todos coincidían en la necesidad de dejarse llevar por la propia planta del conocimiento. Era lo acostumbrado. Debía ser mi mente, libre y sin ataduras, la que eligiera el rumbo. Yo, sin embargo, fijé unos objetivos claros, concretos y, por encima de todo, comprobables “a posteriori”. ¿Y cuáles eran esos objetivos?
La ayahuasca, en el proceso de preparación, en la selva brasileña.
El primero y más importante, un “viaje”. Si la “soga del muerto” -como aseguran los iniciados- le permite a uno “volar mentalmente”, ¿por qué no tratar de ejecutar un experimento tan atractivo? En este sentido, mi propósito era el siguiente: “volar” hasta una determinada ciudad del norte de España, “penetrar” en un domicilio concreto e intentar “ver” si en el suelo de una de las habitaciones había sido depositado un objeto que, obviamente, yo no debía conocer hasta después de concluida la experiencia. El objeto en cuestión -elegido en secreto por la persona que habitaba dicha casa y a la que expuse el proyecto por teléfono y dos días antes de la toma de la ayahuasca – tenía que reunir, además, una característica especial, multiplicando así a dificultad del “experimento”: la naturaleza del mismo debía ser ajena al mencionado suelo de la habitación. Por ejemplo: si el lugar seleccionado por el dueño de la vivienda era el dormitorio, en el suelo tendría que descansar “algo” que no fuera habitual en ese lugar. Desde una cafetera a un plato de sopa, por citar dos objetos “extraños”. Naturalmente, tanto el doctor Jiménez del Oso como algunos de los integrantes del equipo fueron puestos al corriente de semejante maquinación mucho antes de la ingestión del alucinógeno.
La ayahuasca, el alucinógeno más poderoso del mundo.
Si los alcaloides propiciaban el “viaje” y este inconsciente aventurero lograba “visualizar” el objeto -ubicado a casi diez mil kilómetros- el remate del “experimento” era coser y cantar. Bastaba con telefonear de nuevo a nuestro contacto en España y preguntar la naturaleza de la pieza seleccionada.
El segundo “objetivo” -que nos permitía una precisa y posterior comprobación- fue sugerido por Pepe Nogueira, ingeniero de sonido. El experimento era relativamente similar al primero: “viajar» a un domicilio existente en Madrid, “recorrerlo” en su totalidad y “descubrir y describir” un regalo efectuado por Nogueira a la familia que habitaba en esa casa. Naturalmente, la única información recibida de mi amigo fue la dirección en la que se levanta dicha vivienda madrileña.
Junto a estos dos “proyectos”, susceptibles, como digo, de verificación, incluí otros dos, de naturaleza íntima y personal y que, como detallaré en su momento, no había forma humana de verificar. Aún así, amparándome en una deducción lógica, si los dos primeros “viajes” resultaban positivos y “acertaba” en las descripciones, ¿qué derecho tenía a dudar de la realidad de mis dos postreros propósitos?
Preparación de la “soga del muerto”.
LA EXPERIENCIA, PASO A PASO
Minutos antes de las ocho de la tarde (23 horas en España), Paolo Roberto Silva e Souza vino a sacarnos de nuestro reposo. Ingresamos de nuevo en la resplandeciente “iglesia”, sujetos a las curiosas y, en cierto modo, benevolentes miradas de los hombres y mujeres que ocupaban ya sus puestos en torno al “tabernáculo” de la secta. Sentado a mi derecha, impasible y relajado, Fernando Jiménez del Oso. Y tal y como había programado, dispuse el diario de campo, con la juiciosa intención de ir anotando cada una de mis reacciones durante el tiempo que durase la experiencia. Sé que esta actitud puede parecer absurda. Si el sujeto que se sometía a la pócima emprendía en verdad ese alucinante “viaje”, ¿cómo conservar la normalidad y la lucidez que exigen un control escrito?. En principio, según mi corto conocimiento, la mente es una e indivisible. ¿O no es así?.
La toma de la ayahuasca fue minuciosamente filmada…
Y puntuales, tras una serie de rezos, la hermandad del “santo daime” estalló en una sucesión de cánticos monocordes y repetitivos que no cesarían en las casi cuatro horas que duró la ceremonia. Un coro arropado por guitarras y que, en todo momento, fue diestra e inteligentemente dirigido por el líder, Paolo Silva, sentado a la cabecera de la mesa y encargado al mismo tiempo del suministro de la ayahuasca. Ante mi sorpresa, a lo largo de todo el experimento no hubo una sola voz que hiciera de “guía”. En esta oportunidad, el sistema utilizado por los ayahuasqueros fue el de los referidos cánticos, que ensalzaban sin cesar las virtudes, la bondad y la sabiduría de la selva amazónica. En mi caso, esta “fórmula” de conducción resultó tan ineficaz como molesta. Lejos de impulsar o estimular mi mente hacia ese más allá, sólo contribuyeron a distraer mi atención. Y dicho esto, a partir de ahora procuraré ajustarme a lo descrito en mi diario de campo. Entiendo que esas anotaciones y comentarios son del todo elocuentes:
20.14: primera toma. Paolo, en mitad del ensordecedor coro de voces, abre el grifo de la enorme cántara de porcelana y procede a llenar un generoso vaso de cristal. Cálculo aproximado: entre 150 y 200 centímetros cúbicos. Borbotea un líquido de color “chocolate”, bastante fluido… Fernando se pone en pie y recibe el vaso de manos del líder. Lo apura en siete segundos. Veo al equipo filmando con frenesí. Me toca el turno. Me alzo igualmente y me hago con la ayahuasca. No puedo evitarlo: me tiemblan los dedos. Lo ingiero con mayor lentitud que J. del Oso. El “impacto” está a punto de jugarme una mala pasada. Casi me atraganto. ¡Es repugnante!… Amargo, frío, rompe las entrañas… Fernando y yo nos miramos. Cruzamos una significativa mueca de horror. Ahora sólo podemos esperar. El resto del grupo va desfilando junto a Paolo y apurando su dosis correspondiente. Arrecian los cánticos…
Cánticos para “guiar” al neófito.
Intento relajarme. La pócima me hace temblar de pies a cabeza. Mis reacciones, sin embargo, son normales. La visión, óptima. Oigo con precisión y claridad. Al fondo, incluso, creo percibir los murmullos del realizador y de los cámaras… Cierro los ojos, tratando de percibir algo. Pero, ¿qué se supone que debo captar?
20.54: segunda toma. Son las 23.54 en España. Idéntica dosis. Entre ambas tomas noto una especie de pinchazo en el centro de la frente.
No hay forma de acostumbrarse al maldito amargor. . .
Náuseas… Aparecen en oleadas, mal asunto. Esto empieza a complicarse. El estómago se retuerce. Dolor sordo a nivel de vientre. Diafragma y esófago “protestan”. Hace rato que Fernando y yo no hablamos. Entiendo que sus síntomas pueden ser parecidos. Tiene mala cara.
21.10: uno de los miembros del grupo mueve la foto del “Padrino Sebastián”, situándola más cerca de nosotros.
Música y canciones imparables. Son incansables…
21.37: las náuseas se multiplican. Sudor frío, Capto ligeros mareos. Encuentro dificultad para escribir… Visión: aceptable. Al fondo, por las ventanas abiertas de la “iglesia” oigo el gratificante ruido de la lluvia… No “recibo” ni “capto” nada especial… Creo que mi conciencia continúa intacta y lúcida….Temperatura normal, aunque empiezo a experimentar algo de frío…
Fernando, al interesarme por su estado, responde lacónicamente: “Mareos y diarreas”. Me asusto.
21.44:náuseas, mareos y primeros síntomas graves que anuncian vómitos. Lucho por controlar mi dolorido estómago. Esto es infernal. Me siento morir…
El doctor Fernando Jiménez del Oso y Juanjo Benítez, en la primera fase de la toma del alucinógeno.
21.50: imposible contenerme. He tenido que levantarme y refugiarme en uno de los flancos de la “iglesia”. Las arcadas llegan por oleadas. Me baña un sudor gélido. No he conseguido vomitar. Creo haber expulsado algunos ácidos (?)… Estómago, vientre, riñones, esófago y garganta se resienten del poderoso esfuerzo por expulsar la pócima.
21.52: retorno inseguro al banco. Adolfo se ha situado a nuestra espalda, vigilante e inquieto. Cierro los ojos de nuevo. Inspiro en profundidad. Nada. Aquí no pasa nada…
22.07: alguien destapa la cántara de cerámica y vierte una botella de ayahuasca. Las náuseas y mareos empiezan a remitir. Escribo con mayor lentitud. Sigo percibiendo la realidad que me rodea. Pepe Villalba ha vuelto a cambiar de chasis. Pero estos cánticos…
22.09: tercera toma (de la ayahuasca). Idéntica dosis. La ayahuasca asga como un cuchillo de hielo. Estoy más tranquilo. No veo a Jiménez del Oso a mi lado.
22.20: la visión se espesa. Debo esforzarme para distinguir la hora. ¿Primeros síntomas? El malestar general desaparece… Percibo una progresiva relajación. Pero, esa música… Si pudieran parar… Algo ocurre… Me distraen… Actúo por mi cuenta…
A la izquierda: Juanjo, en plena experiencia. A la derecha: “Jamás repetiré la experiencia”.
22. 30: abro los ojos. En estos últimos minutos ha sido magnífico. Paz. Paz… Sensación de paz. Actúo al margen de los cánticos. Soy consciente de que escribo, de que estoy aquí, del reloj, del equipo. Al mismo tiempo no estoy aquí… La estrella del techo me ayuda con su secuencia… No puedo contar ese vuelo… Ahora no…
Me veo obligado a “saltar” sobre mi propio diario. En esas especiales circunstancias -a las dos horas, aproximadamente, de haber ingerido la primera dosis- resultaba poco menos que imposible la transcripción detallada de lo que estaba “viviendo y viviendo”. Fue paulatino, pero inexorable. Hacia las 22.20 horas (madrugada en España), los efectos del alucinógeno empezaron a percibirse en mi organismo: benéfica relajación muscular, pesadez en los párpados, movimientos de los globos oculares y una indescriptible sensación de paz y bienestar. Y todo ello, sin dejar de recibir los lógicos y naturales estímulos exteriores: ruidos de pisadas a mi alrededor, cánticos, silencios, carraspeos…
Me hallaba, plenamente consciente.
De vez en cuando, aunque con dificultad, abría los ojos, tomaba algunas notas y regresaba ansioso y entusiasmado a tan placentero estado. En un primer momento – antes de poner en marcha los “objetivos” previamente trazados – me llamó la atención un hecho probablemente pueril. Sobre la mesa, colgando del techo, oscilaba una estrella dorada, mecida por la brisa que penetraba por los costados abiertos del “templo”. Sus rítmicos destellos, cada cinco o seis segundos, fueron más útiles en el proceso de concentración que todos los cánticos de la hermandad. Pero lo asombroso es que cada uno de los movimientos de alzada de mi cabeza, a la búsqueda de los mencionados reflejos dorados, se me antojaban interminables, lentísimos, casi eternos. Y al hacer coincidir mis ojos cerrados con dichos destellos, mi mente, mi “otro yo”, o lo que fuera “escapaba” de mi cuerpo físico, emprendiendo el “vuelo”…
Y en uno de esos “encuentros” con la estrella me sorprendí a mí mismo “fuera” de la “iglesia”, flotando sobre la vertical de la misma y en mitad de la noche. Quizá estuviera a cien o doscientos metros de altura. Veía la luz que escapaba por los flancos, pero no su interior. Y con una seguridad que no acierto a comprender emprendí un vertiginoso vuelo en mitad de la negrura. Era una “sensación” (?) viva. Real. Podía oir (?)1 el silbido del aire a través de mi “cuerpo”. Un “cuerpo” que yo percibía. Unas formas – supongo que humanas – transparentes que me recordaron el cristal. Un “cuerpo” sin peso, dotado de total libertad. Ingrávido. Dócil. Seguro. Poderoso…
Y en segundos -suponiendo que el concepto de tiempo pueda ser utilizado en semejante estado- fui descendiendo de nivel. Pero, ¿cómo pude orientarme? Lo ignoro. Lo cierto es que “allí abajo” aparecieron las luces de una gran ciudad. Y “supe” que era Lisboa.
Instantes después alcanzaba el Gran Bilbao. Y “volando” a la altura de las farolas fui a situarme frente a la casa “elegida”. Ni se me ocurrió abrir las puertas. Como lo más natural del mundo “atravesé” cristales y maderas, penetrando en el interior de la vivienda. En aquellos momentos -según las notas del diario, alrededor de la una y media de la madrugada española-, la familia dormía. Y según lo convenido por teléfono, “recorrí” las habitaciones, a la búsqueda del misterioso objeto depositado en el suelo. Fue un paseo igualmente placentero, recreándome en cuanto “veía”, absorbiendo hasta el último detalle de muebles y paredes y con la diáfana sensación de que la experiencia era tan cierta como aquella otra que estaba viviendo entre focos y cámaras de televisión. Pero, ¿cómo era posible que pudiera “estar” en dos lugares a un mismo tiempo?.
UNA FOTOGRAFIA
Al penetrar en uno de los dormitorios, mi atención quedó clavada en “algo” que yacía sobre una alfombra. Me aproximé y descubrí una fotografía de unos quince centímetros de altura. ¿Qué hacía aquel retrato en el suelo?
Pero hubo algo más. La mujer que dormía boca abajo en la única cama existente en dicho dormitorio, y que yo conocía, llevaba el cabello largo, a cuatro dedos de la cintura. ¿Cómo era posible -me pregunté si dos meses, antes, al partir de España, su pelo apenas si descansaba sobre los hombros? E intrigado terminé por abandonar el País Vasco, disponiéndome a llevar a cabo el segundo de los “trabajos”.
Si en el primero de los “objetivos” yo conocía la ciudad y la casa en cuestión, no podía decir lo mismo respecto al domicilio madrileño. Mi ignorancia en lo que a su ubicación se refería era total. Y, sin embargo, el “vuelo” hacia la calle y la casa fue impecable. Y entré en ella, explorándola minuciosamente. En esta ocasión, los dos únicos moradores se hallaban despiertos. Y cuando estimé que la misión había concluido, puse en marcha el tercer y cuarto “experimentos”.
22.43: ahora “vuelo” a mi antojo. .. Anotaciones lentas…
Estoy bien. Ningún dolor… He visto a Jorge aproximándose con la cámara… Jiménez del Oso trata de tomarme el pulso… Me niego… Vuelo otra vez…
Mi estado físico era aparentemente bueno. Tal y como se refleja en el diario, seguía captando cuanto acontecía en mi entorno. Como ya he mencionado, esa especie de “desdoblamiento” – por emplear un término asequible, aunque no sé si exacto – me tuvo entonces (y todavía me tiene) desconcertado. La vía química, en suma, funcionaba. Ciertamente tuve que sufrir una hora y media dramática, pero el resultado mereció la pena. Aquella sensación de flotabilidad, de poder, de singular bienestar, sin perder en ningún momento la conciencia, resultaba tan atractiva que ahora comprendo mejor a quienes dicen haber experimentado ese especial estado de premuerte.
A los 30 minutos de tomar la ayahuasca, en el autobús. Completamente “sonado”.
FIN DE LA EXPERIENCIA
El tercer y cuarto “experimentos” tuvieron un caracter íntimo. Y a las 00.53, alguien tocó, en mi hombro. La experiencia había concluido.
La gran sorpresa llegaría al día siguiente. Fue suficiente una llamada telefónica a la dueña de la casa, en Bilbao, para verificar que, en efecto, esa madrugada, en el piso de uno de los dormitorios, el misterioso y desconocido objeto depositado en el suelo había sido ¡un retrato en color!
En cuanto al segundo “experimento”, el acierto fue igualmente total. Mi compañero de equipo, al oír la descripción de la vivienda quedó desconcertado. ¿Cómo era posible que pudiera hablarle de los palos de golf que adornaban las paredes?
Jamás olvidaré aquel “viaje” a Brasil, y desde Brasil.