Creo que le debo este pequeño homenaje.
Fue el primer automóvil que tuve. Tenía alma y sentimientos. De no ser así, ¿cómo explicar que pudiera recorrer conmigo más de cien mil kilómetros tras los ovnis?. Me llevaba y me traía sin rechistar, a pesar de mi proverbial torpeza. Nunca protestaba cuando me equivocaba de carretera, que era siempre. Y me arropaba en sus asientos de cuero cuando no tenía más remedio que dormir en su interior. Los dos éramos pobres, pero muy amigos.
Dos veces se accidentó, pero no fue culpa suya. La primera se tragó un puente porque a mi no me habían enseñado a bajar un puerto reduciendo las velocidades, y los frenos, claro, desertaron. En la segunda ocasión, ni él ni yo vimos una lámina de hielo, y el pobre se empotró debajo de un camión. Él salió peor parado que yo.
Después se hizo viejo. Cumplió quinientos mil kilómetros y se murió.
Querido “124”, sigues rodando en la memoria.
(Fotos: Gras y J. J. Benítez.)