Nunca tuve claro por qué entraba en su tienda. ¿Quizá por cercanía? El colmado de Isabel, la Forata, se hallaba casi frente al “21”. Sólo tenía que cruzar la calle. Pero no. El colmado de la Forata me atraía por otras razones. En primer lugar, por los olores. Aquella tienda de comestibles, en la calle Capitán Cortés, era un templo. Allí se reunía lo más sagrado: olor a tocino entreverado, a manteca de la buena, a pan recién horneado, a queso montés, a papel de estraza y a chorizos goteantes. Lo dicho: lo más santo de lo santo. Y yo me quedaba quieto, y en silencio, para no molestar a los olores, no fuera que salieran huyendo. La Forata, entonces, me miraba con aquellos ojos verde berilo, y me sonreía. Y antes de regresar al “21”, ella, Isabel, me regalaba un poco de su mirada y yo salía corriendo, feliz con el puñadito de verde-berilo en la mano. Fue la primera vez que me regalaron un verde-berilo tan hermoso.
Isabel, la Forata. (Foto: J.J. Benítez.)