Barrio de El Zapal, en Barbate (España), durante los años cincuenta.
Sucedió cuando era un niño. En uno de aquellos inolvidables veraneos en Barbate, el pueblo de mi padre, no se me ocurrió mejor cosa que aventurarme solo en el barrio de El Zapal. La contrabandista me lo había prohibido. El Zapal era un submundo de chabolas y chozas de paja y lata en el que sobrevivían alrededor de 5.000 criaturas. No disponía de luz, ni de agua corriente. Allí se reunía lo mejor, y lo peor, de cada casa. Pero me tentó la prohibición y caminé por el laberinto de callejuelas, mirando y tocando. Y ocurrió lo que tenía que suceder. No supe salir del infierno. Corrí, traté de encontrar referencias, no me atreví a preguntar… Cada vez estaba más perdido, cada vez más lejos de la salida, cada vez más asustado. Hasta que, no sé cómo, desemboqué en una especie de pequeñísima plaza. Allí había alguien que me atrajo: era una imagen de la Virgen de Fátima, en escayola. La habían levantado sobre una muy pobre base de ladrillo, con una docena de velas encendidas, sostenidas a duras penas por otras tantas botellas de cerveza. Y allí me quedé, sentado a los pies de La Fátima. Algún tiempo después vi aparecer a la contrabandista y a más gente. No soy religioso, pero, desde entonces, La Fátima es mi amiga…