Yo tendría seis o siete años. Vivíamos muy cerca. Ellos en la calle Hermanos Miralles y yo en General Mola 21. Nos hicimos amigos casi con la mirada. Eran Juan de Dios González Ríos y Antoñín, su hermano. Fueron mis primeros amigos en Barbate (España), el lugar al que iba a veranear. Eran alegres, generosos, brutísimos y siempre preocupados por mi seguridad. Me enseñaron a pelear y a rodar por las dunas. Me enseñaron a bañarme desnudo y a jugar con pelotas de trapo, con canicas de colores y a “contrabarriles y cabeza”. Fue con ellos como supe qué es correr detrás de un aro, ver girar un trompo o espiar a las estrellas en las cálidas noches de verano, y sentados a la puerta de su casa. “¿Qué habrá allí arriba?”, se preguntaban. Y yo, sin saber por qué, replicaba: “Allí hay gente, mucha gente…”
No podía ser casualidad, no señor. Nada lo es. Ellos tampoco.
Antoñín (izquierda) y su hermano Juan de Dios.
Al fondo, la casa de Juan de Dios y Antoñín. (Foto: J.J. Benítez.)