Me impresionaron sus manos y sus silencios.
Las primeras eran como jamones.
Los silencios llegaban y no terminaban de pasar.
Antonio Rivera Maya fue uno de los mejores pescadores de tiburones de Barbate.
Me permitió acompañarle a la mar y quedé pasmado: tenía el alma naranja y tibetana. Nada le alteraba.
Pescaba el tiburón con las manos y sometía a los silencios con la mirada.
Era flaco, como un silbido pero, inexplicablemente, le llamaban “El Gordo”.
Creía en lo que veía, pero poco.
Respondía a todo con una sonrisa; la única moneda para la que no hay cambio.
Se sentaba en la proa de su barco y esperaba ver llegar la vida.
Se sentaba en su vida y esperaba ver llegar la vida.
Un día la vida llegó, por sorpresa, y se fue con él.
No lo volvimos a ver…
El Gordo, con «sus» tiburones. (Foto: J. J. Benítez.)