Cuando conocí a Castillo (1960), ambos éramos adolescentes.
Nos apreciamos tanto que jamás nos despedimos. Como mucho, y haciendo un alarde, soltamos un “hasta luego”.
Castillo es uno de los pocos amigos que me quedan. Lo ha sido desde la infancia, cuando yo acudía a Barbate, a veranear. Es el hijo de la Forata. Antonio Castillo es hombre de escasas palabras, salvo cuando es necesario, y mucho observar. Castillo ama la mar. Él me enseñó lo que sé de vientos, de estrellas y de presagios. De vez en cuando nos vemos y recordamos con la mirada. Ambos sabemos que el otro está ahí, por si fuera menester. Así concibe Castillo la amistad, y yo también. Por si fuera menester…
Castillo, en Cerro Muriano (Córdoba), durante el servicio militar.
“Gitana Azul”, la barca de Castillo, aunque oficialmente se llamaba “Juan Antonio”. Se hundió, “voluntariamente”, días antes de que a Castillo le diera un infarto. Eso es amistad…
Odín, el fiel perro de Castillo, el único que conozco que supiera pelar naranjas.
Castillo, pintando la “Gitana Azul”.
Castillo y su esposa, Pilar, junto a Blanca y Juanjo.