Hace tiempo que soy un convencido. Es el Destino –con mayúscula– el que mueve los hilos de cada vida humana. Nos guste o no. Y todo –también lo sé– obedece a un orden superior, riguroso y benéfico. Otra cuestión es que no acertemos a comprender el interior de ese plan.
Pues bien, fue ese misterioso Destino el que un día me condujo a la ciudad de Zaragoza y ante la presencia de un hombre irrepetible que, para mí, sigue vivo. Un hombre que puso en pie lo mejor de mí mismo.
Todo fue muy extraño. Jamás pensé que pudiera ocurrir, pero así fue…
Antonio Bruned, en su despacho.
Durante más de dos años había trabajado en “La Verdad”, de Murcia. Fue mi estreno como periodista. Amaba aquel periódico y a su gente. En 1968, sin embargo, todo cambió. Fui reclamado a Pamplona, mi ciudad natal. Debía incorporarme al Ejército, la desaparecida “mili”. Recuerdo que éramos miles de mozos. Y sin saber por qué, de pronto, cincuenta de aquellos reclutas fuimos embarcados en un tren y aparecimos en el CIR número 10, en las proximidades de Zaragoza.
¿Zaragoza?. Yo quería regresar a Murcia…
Y el Destino siguió tejiendo.
Alguien, entre los oficiales del campamento militar, supo que aquel jovencito sabía escribir a máquina. Y fui destinado a la Capitanía General, en Zaragoza, a escasos doscientos metros de un periódico que había estudiado en la Facultad y cuya confección, sinceramente, no me gustaba.
Asombroso. El simple hecho de saber escribir a máquina iba a propiciar un importante giro en mi vida.
Antonio Bruned, en los talleres de El Heraldo de Aragón, en Zaragoza (España).
En esas fechas, Paco Sardaña, entonces redactor-jefe de “La Verdad”, fue propuesto para dirigir un periódico en Canarias. Y me brindó la posibilidad de incorporarme al nuevo equipo, una vez finalizada la “mili” en Zaragoza. Me entusiasmé.
Pero el Destino, atento, me salió al paso nuevamente.
Ocurrió en “Las Vegas”, una célebre cafetería situada en el Paseo de la Independencia, también a poco más de doscientos metros del “Heraldo”. Allí, aparentemente por casualidad, conocí a una mujer con la que me casaría. Y todo cambió, una vez más. ¿Cómo era posible? Mis planes eran otros…
El ministro Gonzalo F. de la Mora, en una visita a Huesca. Al fondo, Juanjo Benítez. (Foto: Marín-Chivite.)
Ese mismo año 1968 entraba, por fin, en el edificio del “Heraldo de Aragón” y solicité trabajo. Así conocí al director del periódico, Antonio Bruned Mompeón. Al principio, don Antonio. Instantes después, Antonio, para toda la vida. Me dejó hablar. Me observó con atención y solicitó una lista de temas que pudieran ser susceptibles de convertirse en reportajes. Presenté cincuenta.
Y de la noche a la mañana entré a formar parte del equipo del “Heraldo”. Allí di mis primeros y torpes pasos como reportero, especializándome en sucesos y en entrevistas. Era la preparación para el posterior vuelo, en solitario. Fue una obligada y fundamental etapa previa, antes de aventurarme en el mundo de la investigación y de los libros. Allí inicié los viajes, tanto hacia el exterior como hacia el interior. Allí experimenté la tensión del periodismo de compromiso. ¿Cómo olvidar las campañas a favor de los Monegros? Allí viví la represión de un franquismo por el que había caminado de puntillas. ¿Cómo admitir que un joven periodista pudiera interpelar al ministro Gonzalo de la Mora y exigir el cumplimiento de sus promesas sobre los regadíos? Aquel periodista debía ser fulminado al amanecer. Pero se interpuso Antonio Bruned y, con la verdad en la mano, hizo retroceder al ministro energúmeno. Así era Antonio: intachable, insobornable e implacable con los necios y demás frotaesquinas.
Formamos un equipo, justamente al servicio de la verdad. Por eso, poco a poco, fuimos despedazados y desperdigados. Ese fue el mejor consejo de Antonio: “Ama la verdad, incluso en la ruina”.
Él me forjó como reportero. Él me enseñó que la honradez es el gran titular de primera. Lo único que jamás se oxida y que nunca se olvida. “En la honradez, más que las palabras, lo que cuenta es el silencio”.
Él ya no está, pero sí está. Antonio vive en la memoria, la auténtica patria del ser humano. Yo he regresado al “Heraldo” de la mejor manera que se puede retornar a un lugar que se ama: en los sueños. Y allí estaba él, parco en palabras pero, como siempre, interminable en el calor humano. Allí estaba él, al final de la escalera de los sueños…
Guárdame un sitio, querido Antonio, en el “Heraldo” que, sin duda, ya has puesto en marcha en los cielos. Te presentaré otra lista de posibles reportajes.