Desde el diámetro de una naranja hasta los tres metros, nadie conoce con exactitud el número de estas bolas tan perfectas. Lamentablemente, algunas adornan ahora jardines.
He cumplido 31 años en la investigación de los grandes enigmas de la humanidad. Según mis cálculos he dado más de cien veces la vuelta al mundo, sabiendo de cientos de misterios. Pues bien, después de esa dilatada trayectoria he aprendido que los enigmas están ahí por algo muy diferente a lo que hemos creído. Los enigmas, como las estrellas, han sido puestos en el camino de los hombres para estimular su imaginación y, muy especialmente, para propiciar sus sueños. Es por eso que, desde hace tiempo, procuro investigar, sí, pero manteniéndome a distancia de las hipotéticas soluciones. No seré yo quien derribe misterios, arruinando así la maravillosa cualidad de suponer. En consecuencia, mi postura será la de exponer y que cada lector saque sus propias conclusiones. Este es el caso de las singulares esferas de piedra de las selvas de Costa Rica. Me limitaré a señalar su existencia. Después, cada cual sabrá cómo interpretarlas…
Nadie conoce su número con exactitud. Se habla de cientos. Con seguridad, más de quinientas, de todos los tamaños. Desde el diámetro de una naranja hasta tres metros, quizá más. Las hay en las localidades de Palmar Sur, en las orillas de los ríos Esquina y Térraba, en las islas Camaronal y del Caño, en lo alto de las sierras de Bruqueña y en las regiones de Piedras Blancas, Cabagra, Buenos Aires, Vereh y Pejibaye de Pérez Zeledón. Pero estos sólo son los emplazamientos conocidos. Al hallarse enterradas, es posible que su número sea muy superior.
Nadie sabe cómo se trasladaron salvando ríos y selvas.
Fue a partir de 1930 cuando los arqueólogos tomaron contacto con este fascinante enigma. En esa fecha, George Chittenden, empleado de la multinacional United Fruit, viajaba por Costa Rica, comprando tierras para la plantación de bananos. Y fue en esas incursiones por la selva cuando Chittenden descubrió una serie de extraños montículos y, sobre ellos, formidables esferas de piedra. A su regreso a San José informó a la doctora Doris Stone. Diez años después, a lo largo de 1940 y 1941, Stone se trasladó al delta, procediendo al primer estudio científico y sistemático de las bolas. Las examinó, levantó mapas y tuvo el acierto de situar la ubicación original de cinco grupos, con un total de 44 esferas. Y descubrió otros ejemplares en las proximidades del pueblo de Uvita y en las orillas del río Esquina. En 1943 publicaría un primer trabajo que, lógicamente, llamó la atención de otros investigadores. Entre estos destacaron Mason y Samuel Lothrop, de la Universidad de Harvard. Ambos se adentraron también en las selvas y ríos de Costa Rica, con el loable afán de desentrañar el misterio. Pero tropezaron con un grave obstáculo. Lamentablemente, la compañía frutera norteamericana ignoró el indudable interés arqueológico de las esferas y con una absoluta falta de escrúpulos -anteponiendo el dólar a la cultura- removió tierras y cauces, destruyendo muchos de los ejemplares o cambiándolos de ubicación. Para colmo de males, otras esferas fueron igualmente removidas de sus emplazamientos originales y trasladadas a cientos de kilómetros. Hoy adornan casas y jardines particulares, así como parques públicos y edificios oficiales.
El pulido de las esferas de piedra es perfecto, casi mágico.
Nadie sabe quién las fabricó, ni tampoco su finalidad. No hay constancia histórica, aunque la tradición indígena asegura que «fue obra de los dioses». El pulido es perfecto, casi mágico. Y uno se pregunta: ¿Cómo las trasladaron? ¿Cómo salvaron selvas, ríos y montañas? ¿Cómo las transportaron hasta la isla del Caño? ¿Qué instrumental utilizaron para conseguir circunferencias de hasta 3,6 metros, con una variación en los radios de apenas un milímetro? ¿Qué cultura concibió estas obras de arte si en la naturaleza no existen esferas perfectas? ¿Fueron simples motivos ornamentales, como afirman algunos arqueólogos? ¿Se trataría de «mapas celestes»?
Lo dicho: es la imaginación la que cuenta.
Fotos: IVÁN BENÍTEZ
07/06/2004 TIEMPO DE HOY.