Había estado varias veces en Tánger, y seguramente que había pasado por ese lugar.
Pero nunca me fijé en aquella pequeña habitación con una puerta abierta. Aquel día diluviaba y yo buscaba algún lugar donde poder cobijarme. Y entonces lo vi.
Era un músico, no estaba vestido a la manera de los marroquis y tocaba un instrumento de cuerda que yo no había visto nunca. Y, como si acompañara a la lluvia, acariciaba suavemente las cuerdas. No sé porqué me quede un buen rato escuchando su melancólica melodía. Le di las gracias. Me devolvió el saludo con un movimiento de cabeza. Al regreso, la puerta seguía abierta pero él ya no estaba.